lunes, 2 de marzo de 2009

SAID

Pasemos ahora a las miradas. El hombre o mujer promedio cuenta aproximadamente con un número de miradas equivalente al sesenta por ciento de sus respiraciones. Esto es razonable tomando en cuenta que pasamos aproximadamente un tercio de nuestra vida dormidos. Si Dios no es pendejo. Esto corresponde a mil seiscientos setenta y nueve millones doscientas noventa y dos mil miradas durante la vida promedio de un tipo promedio en este mundo promedio. Si lo piensan bien, podrían estar haciendo mejor uso de ellas que leyendo las noticias financieras. Porque el caso de las miradas es un caso interesante. Seguro los artistas, los fotógrafos y los ancianos son quienes hacen uso más sabio de ellas. “Ver la vida, ver el mundo, ser testigo de grandes sucesos.”, como decía aquél periodista. Y como decía yo, es un caso interesante éste, el de las miradas, porque es tal vez el que más variaciones tiene. Están los ciegos. “Los que nacen ciegos no verían ni siquiera su primera luz” argumentarían ustedes. Pero El Que Reparte las Miradas, como dije, tiene de pendejo lo que yo tengo de ruso. Porque los ciegos reciben una porción de miradas que aprenderán a repartir entre el tacto, el oído y el olfato. Si han sentido el escalofrío de ser mirado por una mano curiosa que busca, palpa, reconoce, entenderán lo que digo. Si no, ¿Qué han hecho con su vida? Podríamos aprender mucho de ellos, porque sin contar con los ojos miran y ven. También están los que se quedan ciegos. Para ellos aplica lo mismo. Deberán aprender a mirar de nuevo, pero no les ha sido robada ni una sola de sus miradas, es sólo un intercambio de medios. Vale la pena pensar en que muchos de los que quedan ciegos quedan ciegos en guerras. La guerra que por sí sola es una forma estúpida de ceguera, contagia a muchos de los que en ella participan. Y puede que algunos, asqueados de ver a la guerra y sus muertos, eligan dejar de ver con los ojos. Porque si eligen dejar de ver por completo se llama resición de contrato. O suicidio, como le dicen. Eso me recuerda que en mi familia algo tienen con las miradas. Mi papá es un caso de ceguera por elección, por ejemplo. No le gustaba tener un hijo maricón. Eran tan grande su deseo de no ver lo que tenía frente a los ojos, que perdió la vista en uno de ellos. Entonces entendió. Ahora mira todo lo que puede. Y sonríe más. Y sé que no morirá por agotamiento de miradas, como murió mi abuela, la madre de mi madre. Era buena y estaba llena de verdad. Sus ojos azules, casi grises de tanto mirar, usaron todas sus miradas. Nadie entendió por qué, cuando mi madre le daba en la boca su última comida, se ahogó con ella. Es claro que uno no se ahoga si ya no respira. Se ahogó porque todavía respiraba, pero las miradas se le agotaron unos segundos antes. Unos segundos. Una última mirada. Ningún beso de despedida.

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