jueves, 19 de febrero de 2009

SÁNDOR

Todos los chicos de mi generación crecimos enamorados de Said. Después de un tiempo de conocerlo, me di cuenta que cualquiera que lo conociera podía enamorarse fácilmente de él. Después de un tiempo más me di cuenta de que eso no era necesariamente cierto, pero en aquél entonces era joven, recién llegado al mundo gay, con muchos sueños y pocas experiencias. Tenía 16 años y creía en la magia. En realidad, nunca he dejado de creer en ella. En realidad, Said fue en gran medida responsable de ello.
Conocí a Said por internet, como tantas cosas se conocen hoy en día. Más que conocerlo, vi sus fotografías en un sitio de contactos. Más que ver sus fotografías, vi sus ojos en una de ellas. Más que verlos, me perdí en su mirada. No creí en ese momento que hubiera ojos más bellos que esos. No creía que hubiese ojos que pudieran mirar, como esos, al mismo tiempo con ternura, con pasión, con firmeza y con inocencia. No eran de una forma exótica, ni de un color extraordinario. Sólo eran bellos y profundos y parecían salir de la fotografía y reflejar tu mirada. Pero no me perderé en descripciones como me perdí en esos ojos. Después de una par de días dudando sobre enviarle o no un mensaje al dueño de dichas fotografías (porque no sabía si quien había colocado las fotografías era quien en ellas parecía, menos tomando en cuenta que la fotografía que yo había colocado en mi descripción no era mía). Decía, después de dudarlo por un par de días, decidí enviarle un mensaje. De hecho, creo que la mayor parte de esta historia puede conocerse leyendo los mensajes que comenzamos a intercambiar a partir de aquel día, comenzando por el siguiente, que escribí casi con certeza de que no recibiría respuesta (mi corta experiencia en temas cibernéticos homosexuales me había demostrado que los hombres bellos rara vez devolvían los mensajes de chicos con una sola foto y poca descripción de su físico).

Sándor dice:
Hola. ¿Te gustaría platicar?

Después de colocar el mensaje revisé con ansiedad la bandeja de entrada virtual cada cinco minutos durante la primera media hora, cada quince minutos durante la hora siguiente y después me convencí de que no recibiría respuesta y no me quedó más remedio que ayudarle a mi madre a subir las bolsas con frutas y verduras que traía del mercado.

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